domingo, 26 de octubre de 2008

Un cuerpo muerto en la cacerola

(A pedido del público...)
UN CUERPO MUERTO EN LA CACEROLA.
Era una de esas noches sin luna en las que la oscuridad hace casi
imposible distinguir las formas, aún estando cerca.
Los tres amigos hubieran deseado llegar con la luz del día, pero un
imprevisto los había retrasado.
¿Imprevisto? Bueno, sí, de algún modo habría que llamarlo, por no
decirle negligencia.
La discusión se había retomado dentro de la cabina de la camioneta y
todas las miradas acusadoras apuntaban a Pablo, quien, como
siempre, había dejado para último momento la reparación de la rueda
de auxilio, momento que, de hecho, nunca había llegado, así que
decidieron iniciar el viaje de todos modos, rogando no pinchar un
neumático.
Como era de esperarse, treinta kilómetros después de pasar una
estación de servicio y otros quince antes de llegar a la próxima, un
trozo de vidrio que había quedado sobre la ruta (producto de algún
choque anterior, seguramente), se clavó, inoportuno en la goma trasera
izquierda y tuvieron que detenerse para cambiarla.
Recorrer los quince kilómetros ida y vuelta a regañadientes, rodando la
rueda que se negaba a mantenerse derecha sobre la banquina, le tomó
a Pablo más de cuatro horas.
Adrián y Agustín, entretanto, habían hecho de todo por entretenerse.
Desde practicar el “patito” con unas piedras sobre la zanja, hasta
desenfundar las cartas y jugarse un truquito, mientras se tomaban unos
mates sentados sobre el pastito que crecía al costado de la ruta.
Cuando, por fin, retomaron la marcha, ya estaba oscureciendo.
Aún quedaban unos cien kilómetros para llegar a la estancia de su tío,
y los últimos diez, serían de tierra.
Cuando tomaron el desvío casi no se veía nada. El viejo camino,
enlodado por las lluvias de los días anteriores, era una verdadera boca
de lobo.
Agustín tomó el volante y se sentó lo más al borde del asiento que
pudo.
Era el que tenía mejor vista de los tres, pero la noche estaba tan
oscura, que las lánguidas luces amarillentas apenas si le permitían ver
un par de metros delante de sus ojos.
Redujo la velocidad casi a paso de hombre. Las ruedas resbalaban
sobre el barro y cada vez se le hacía más difícil conducir.
De repente, una figura salio velozmente de entre la negrura,
recortándose ante sus ojos. Clavó los frenos. El auto coleó y quedó
atravesado en el camino.
Cuando pudo volver a mirar hacia el frente ya no estaba. –“¿Alguien
vió qué era?”- Sus amigos conjeturaron: Sería un animal... tal vez un
hombre...
Un aire frío, mezcla de incertidumbre y de miedo, los envolvió. Por
suerte, ya se divisaba el farol que iluminaba la tranquera de entrada al
campo.
Sintieron ese alivio que brinda la seguridad de lo conocido.
Estacionaron la camioneta a un costado de la casa grande y
comenzaron a bajar los bolsos.
-“Poné las bolsas con la comida en la cocina”- le ordenó Adrián a Pablo
mientras abría la puerta de entrada.
-“Enchufá la heladera y guardá el pollo, que en un rato voy a
prepararlo”. – gritó Agustín con la cabeza metida bajo el asiento
trasero, buscando los discos compactos para armar la fiesta.
Pablo vació las bolsas sobre la mesada e inventarió: tomate, lechuga,
una lata de choclo... Volvió a mirar entre las gaseosas: papas fritas,
aceitunas... No, definitivamente, el pollo no estaba.
Se golpeó la frente con la palma abierta rezongando contra su mala
memoria.
Sus amigos todavía no le perdonaban el asunto de la rueda y ya tenía
que pensar en cómo explicarles que se había olvidado de traer el
ingrediente más importante para preparar la cena.
-“¡No sé!... gritó Agustín... Hacé lo que quieras: conseguí una
cerbatana, armate una gomera, matalo a patadas, lo que sea, pero
para esta noche quiero un cuerpo muerto en esa cacerola. Salí y
conseguí cualquier cosa con plumas o pelos o te cocino a vos.”-
Pablo salió empuñando un cuchillo serrucho y una cuchara de madera
y se alejó unos metros de la casa.
Le castañeteaban los dientes. Al principio pensó que era el frío, pero
con el transcurso de los minutos y a medida en que era invadido por
una bruma espesa que surgía de la laguna, descubrió que era de
miedo.
-“No me gusta estar solo-“ balbuceó primero.
-“ No me gusta estar solo”- canturreó más fuerte.
-“¡¡No me gusta estar solo!!”- gritó como un condenado, mientras
temblaba como una hoja.
Tropezó con algo que parecía un pie. Cayó al suelo. Aterrorizado,
acababa de descubrir que no estaba solo. Una figura humana se
borroneaba delante de sus ojos.
El hombre levantó la escopeta y disparó tres veces.
Al escuchar los disparos, Adrián y Agustín se estremecieron dentro de
la vieja casona.
Ninguno de los dos se animaba a salir a ver qué pasaba.
Se asomaron a la ventana pero la noche era tan oscura que no
divisaron nada.
Agustín recordó sus palabras...
-“Quiero un cuerpo muerto en esa cacerola...”-
Alguien más había escuchado su deseo de cumpleaños y estaba
dispuesto a satisfacerlo.
De repente, unos pasos chapoteando en el barro resonaron en el
sepulcral silencio.
Adrián tomó coraje y abrió la puerta.
Entonces lo vió...
Pendía asido fuertemente de las extremidades inferiores por la mano
del hombre que le había quitado la vida.
Su cabeza había sido literalmente arrancada de cuajo a balazos.
Su cuerpo agonizante se sacudía con los últimos estertores mientras la
abundante sangre que manaba salpicaba gruesas gotas sobre las
botas de su asesino.
Adrián levantó los ojos de la víctima y mirando al viejo con una sonrisa
cálida en los labios, lo invitó a pasar.
Era el tío Luis. Acababa de matar un pato para la cena.

viernes, 17 de octubre de 2008

El retrato

El retrato.

Gastón caminaba entre las góndolas del supermercado, con las manos en los bolsillos, deteniéndose de vez en cuando para mirar algún producto más detalladamente.
Cuando encontraba algo realmente interesante miraba a su alrededor, mientras fingía leer el envase y cuando nadie lo veía, con rapidez de prestidigitador, lo metía en su bolsillo y salía del negocio sin pagarlo.
Esta operación se había convertido en una costumbre. Tanto es así, que en su casa se apilaban cosas que Gastón robaba por el simple gusto de robar, ya que ni siquiera las usaba.
Un día, cuando volvía de su paseo cleptómano de costumbre, le sucedió algo muy extraño.
Gastón entró a su departamento y escuchó una voz que musitaba: -“Lo hiciste de nuevo… voy a castigarte…!” –
El muchacho recorrió la habitación buscando al dueño de la voz, pero no encontró a nadie.
Miró detrás de los sillones, adentro del ropero, tras la cortina del baño, y nada…
La voz seguía repitiendo la misma frase, cada vez más alto.
El joven comenzó a sentir miedo. Más aún, al descubrir que la voz provenía del retrato de su abuela muerta.
-“Abuela… sos vos?- Preguntó temeroso. Nadie respondió.
Gastón decidió acostarse sin cenar, tal vez imponiéndose como autocastigo, el mismo que su abuela le mandaba cuando hacía alguna travesura.
Aunque le costó conciliar el sueño, se durmió por fin.
Pasaron unos días durante los cuales no volvió a robar, pero con el paso de las semanas, borrado por completo de su memoria el episodio del cuadro, Gastón volvió a las andadas.
Ya no quedaba café y tampoco tenía galletitas de agua para el desayuno, asi que decidió ir al supermercado.
Al entrar, era paso obligado la góndola de las herramientas. Las herramientas lo perdían… Siempre había nuevas pinzas, más sofisticadas, para usos diferentes, pero eran tan caras…
Tomó una azul, que lo había fascinado. No importaba si le daría uso o no, ni siquiera si sabía cómo utilizarla, solo sentía que debía poseerla.
Sin pensarlo dos veces y con la velocidad que lo caracterizaba, la metió en el bolsillo de su saco y salió casi corriendo, olvidando comprar el café y las galletitas.
Esta vez, llegó a su casa agitado, temeroso. Cerró la puerta con un golpe y apoyó sobre ella su espalda como si alguien lo persiguiera.
Se paró delante del cuadro y lo observó durante un par de minutos, esperando el reproche, pero nada sucedió.
Entonces se sentó en el sillón, y , tomando la pinza que acababa de robar, la puso delante de sus ojos para admirarla en detalle.
Fue ahí, cuando volvió a surgir la voz desde el retrato de su abuela: “Lo hiciste de nuevo… voy a castigarte….!”-
-“Perdón, abuela, perdón-“ Dijo Gastón, mientras ponía en una bolsa todos los artículos robados y salía como una exhalación rumbo al supermercado, para devolverlos.
Del otro lado de la pared de donde colgaba el cuadro, en el departamento contiguo, la vecina recogía del piso las semillas de girasol que su loro había tirado por vigésima vez, mientras le decía:-“ ¡Lo hiciste de nuevo… voy a castigarte!” –